miércoles, 16 de septiembre de 2009

La graduación


Cada que podemos recordamos historias de toda la familia, pero mis padres son por mucho los más divertidos. Supongo que mis tíos eran mejor portados que ellos o mis padres más despistados, es difícil decidir. Ninguno de los dos tuvo una infancia cómoda ni segura siquiera, pero logran contar sus historias siemrpre entre risas y me conmueve las personas que han llegado a ser.
Mi padre y su historia de la graduación de primaria es una de las más contadas, justo porque es una de las que más risa causa (si no se piensa demasiado, claro).
Era pues el día de la graduación y mi padre, y él tan acicalado como podía se dirigía a su ceremonia. Iba todo solo porque a los seis años de edad toda su familia se fue a México, pero justo ese día el niño que sería padre de esta joven mujer, testarudo como es (¿o debería decir "somos"?) se enojó y no quiso ir. La familia sin más, lo dejó. Debían enviarle dinero para la escuela aunque sólo son especulaciones mías porque no me gusta adentrarme en los detalles tristes, aunque debo decir que él cuenta siempre cómo se las tenía que arreglar para comer, fue un comerciante temprano.
Este niño no debía ser muy alto ni gordito como los niños de hoy, al contrario, se describe a sí mismo pequeñin y flacucho.
Así pues, iba este niño camino a su ceremonia esquivando todo aquel obstáculo que un niño de los sesentas en un rancho del sur de México debía vencer: patios abiertos, animales propiedad privada y libres, caminos mal hechos, casas mal diseñadas, plantas sembradas y crecidas al azar.
De pronto se le atravesaría un obstáculo infranqueable: una marrana, una marrana que pasabla corriendo interrumpiendo su paso y haciéndolo caer. En medio del miedo a los regaños de los profesores, la burla de sus amigos, la soledad de no tener quién resolviera sus problemas como los niños de mi generación, y la tristeza de haber terminado con su atuendo antes de empezada la fiesta, mi pequeño padre se levantó y mirando a todos lados buscaba una solución. La encontró. En uno de los tendederos cercanos había una camisa blanca que cumplía al menos los requisitos elementales: ser camisa, y ser blanca. Desconozco qué tan grande o chica le quedó, pero sé bien que a pesar de no ser el atuendo esperado, mi padre llegó a su graduación de camisa blanca y pantalones azules empapados de limpios.
No es hasta ahora que escribo esto, que caigo en la cuenta que un incidente como este puede ser la causa de la obsesión que mi padre tiene por las impecablemente lavadas y planchadas camisas blancas.

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